LA
CURRA DE LA CALLE PLATEROS
A quien le han contado esta leyenda?
En los cuarentas sin que nadie supiera de donde salió, empezó a recorrer la
calle de plateros, donde la Plazuela de la Cruz Verde, una encopetada dama cuya
figura y vestimenta parecia haber salido de las revistas de moda de principios
de siglo.
Dormía donde se le daba posada y se alimentaba de lo que los vecinos le
obsequiaban. No era una pordiosera, mucho menos una loca. Su comportamiento
hacia notar que era educada. Su ropaje aunque ajado por los años, la hacia
lucir a su manera y con cierto garbo caminaba como tratando de decir con su
rítmico contoneo que aún permanecía en esa época donde el esplendor, glamour y
riqueza era común denominador en las clases altas de la sociedad minera.
Así como llegaba, de un día a otro, se retiraba. Nadie, absolutamente nadie se
atrevía a preguntarle de donde era o se dirigía. Solamente y con grandes
dificultades, porque no permitía que la acosaran con preguntas, se pudo saber
que se llamaba Francisca de la Riva.
De pronto enmudecía y no volvía o no quería pronunciar palabra alguna. Como que
no deseaba condescender con la plebe. El vecindario y la chiquillería empezó a
familiarizarse con ese extraño personaje venido de la nada, pero que llamaba la
atención de todos por la forma de vestir y de lucir gran cantidad de alhajas,
de las cuales con el tiempo se vio que eran de bisutería, no así sus raídos
vestidos y abrigos, mantillas, pieles y sombreros, que aunque deteriorados, en
su esbelto cuerpo lucían de cierta manera.
La gente la respetaba y le llamaba cariñosamente y con disimulado temor a una
violenta reacción, como ‘‘Pancha la Curra’’ o simplemente la pancha. La
muchachada desde el principio que apareció por el barrio le hacían todo tipo de
bromas, lo cual la enfurecía, pero no pasaba a mayores ya que de inmediato
volvía a su indiferente actitud y comportamiento, como si se adentrara a otro
mundo, a un mundo que solamente su confusa mente recreaba. Pancha la Curra
vivió, por decirlo así, durante varios años.
En ciertas temporadas hacia su maleta y se despedía de quienes le daban posada,
para emprender el viaje sin que se llegara saber a donde. Luego volvía a
reaparecer en la misma calle y se dirigía a una de las casas que eran de un
sacerdote, al parecer del padre Abasta, y que le administraba Don Domingo
Robles, la número 29.
A propósito, otros decires señalan que este religioso tenía numerosas
propiedades en esa calle como en el callejón del Ciprés y Calle de la Luz. En
tiempos más cercanos, la gente de edad que aún viven en las calles mencionadas,
han expresado no una sino en varias ocasiones, que han vuelto a ver a Pancha la
Curra. Camina con lentitud cargando sus deteriorados y empolvados velices y
vistiendo el ropaje que es característico de ella. Es el personaje que regresa
de una diferente y lejana época sin saber el porque. Algunos vecinos de las
calles adyacentes a la Plateros también han expresado que esa aparición ha
vuelto.
Creían que ya nunca jamás la verían por esa calles luego de que desapareció
allá por los cincuentas. Dicen que ahora sí Pancha la Curra anda preguntando
por aquí, por allá, de todas aquellas gentes que vivían en los antiguos y
descuidados caseríos del padre Abasta. Nadie le ha podido dar respuesta ya que
habla de épocas que ya se fueron.
Pancha la Curra camina de un lado a otro visiblemente cansada, hasta
desorientada. Ya que no encuentra por ningún lado la casa número 29, ni el
zahuán lleno de macetas y de pajarillos cantores, no encuentra aquel gigante
mezquite que desde la calle se veía, ni las bardas de adobes de tierra
colorada.
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